viernes, 21 de octubre de 2011

Cese definitivo.


El titular era enorme, en letra perfecta de imprenta, a cuatro columnas. Bajo él largas hileras de letras borrosas explicaban la noticia, pero apenas tenía importancia tras aquellas enormes letras de cabecera. Repasó sin querer los cientos de veces que había editado titulares semejantes, con alguna variación insignificante, pero siempre llenos de la misma muerte, de la misma maldita muerte; una monotonía ajena por completo a las personas a las que aquellos textos dejaban desnudas, huérfanas de toda alegría por el resto de sus vidas.
Daba lo mismo el método. Coche bomba, tiro en la nuca. Daba lo mismo el método y el motivo, siempre pringado de ínfulas nacionalistas sin sentido, preñado de excusas marginales y carentes de razón. Al final de todo siempre flotaba la muerte, tan ilógica a sus ojos como una lluvia de otoño en el desierto.
Repasó el vídeo que acompañaba la noticia, con la necesidad anoréxica del que quiere seguir vomitando. Tres encapuchados, tres. Hablando en el idioma que odiaban, impasible el ademán. "Cese definitivo de la actividad armada". Quizá alguna de aquellas caperuzas ocultaría el rostro que su padre vió por última vez, quizá tras aquellos agujeros negros estaba el ojo guiñado que apuntó tiempo atrás.
Pensó que más de ochocientas almas debían estar revolviéndose en sus tumbas, mascullando entre dientes la maldición del que se siente desamparado, gritando en silencio la pregunta que nunca tuvo respuesta. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Y que esas mismas almas llorarían de rabia si llegaban a sospechar que su muerte, y por tanto su vida, podían ser en vano. Porque no hay mayor consuelo para el asesinado que su asesino pague, porque no hay otro consuelo para el asesinado que su asesino pague. Y la vida que alguien segó como trigo maduro merece que su asesino gaste la suya en intentar responder la maldita pregunta entre rejas.
Se imaginó unos segundos una historia distinta, una historia de familia, completa, sin la cojera triste de una muerte prematura. Pero deshechó el pensamiento enseguida, incapaz de soportar la idea de que el don de la vida pudiera depender de un hijo de puta con pistola. Y el gran, el magnífico, el esperanzador titular en perfecta letra de imprenta se nubló ante sus ojos.
El sonido vibrante de su teléfono móvil le sacó de su pantano afectivo, de la maraña de juncos que enredaban su cerebro haciéndolo más denso. La voz de su madre sonó como una llama de vela en medio de la tormenta.
- Hijo... ¿es verdad?
De nuevo otra pregunta maldita, otra pólvora mojada directa a su corazón. Dudó si contarle a su madre que los asesinos nunca tienen palabra, que quizá muchos acabaran de alcaldes en su pueblo, que la sociedad es tan temerosa que prefiere ser compasiva a ser justa. Que el dolor de cuarenta años puede sumirse rápidamente por las alcantarillas de la política, que la miseria humana tiene los límites del ancho y profundo mar. Pero fue incapaz de apagar aquella vela.
- Parece que sí, madre.
La edición de la tarde estaba lista, el tiempo apremia en noticias como ésta. Y fuera millones de ciudadanos esperaban los detalles. Repasó una vez más la portada de su periódico, corrigió, rectificó hasta conseguir el último titular de su carrera.

PUDRÍOS EN LA CÁRCEL

Sólo entonces comprendió que más de ochocientas personas en sus tumbas enmarcarían aquel número entre los tesoros escondidos de su memoria. Y, secándose las mismas lágrimas que vertió de niño, dió la orden de poner en marcha la rotativa.





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