- Debe haber caído desde muy alto…
- Lo menos desde el sexto.
Ninguna sangre adornaba la escena. La más que probable hemorragia interna evitaba el siempre desagradable aroma dulzón, y las innecesarias miradas de repugna. Su cuerpo actuaba como un contenedor que delimita la vida de la muerte, el cristal opaco que separa con templada seguridad lo negro y lo blanco.
- Se ha reventado por dentro, fijo.
- A la fuerza…
Nadie confesaba conocerle. La muerte siempre es anónima y distante, y lo que antes eran ojos amigos se vuelven mirada extraña cuando el velo del último aliento los cubre. Tan solo algún vistazo rápido, temeroso, para aliviar y reconciliar una conciencia que está cómoda vestida de ignorancia. Además, el muerto tenía los ojos azules y daba mucho respeto asomarse en aquel mar de cielo tormentoso.
- Si es que parece que te está mirando…
- Quién sabe, lo mismo.
- ¡Calla, hombre, calla! No me jodas…
Sin quererlo era imposible no reparar en la dentadura destrozada, varias piezas esparcidas por la acera como un juego de canicas, pequeñas tabas que algún brujo hubiera arrojado sobre la mesa para leer el futuro. Y la lengua magullada entre asomaba por las quijadas, negruzca, como la del ganado enfermo al que le coagulan mal las ganas de vivir. Pero la mueca tenía algo de graciosa. Un desdén por la estética o quizá un guiño canalla a los atribulados espectadores.
Era un cadáver elegante. La muerte gusta de envolverse en finas telas de colores discretos, reservados. Zapatos de alta escuela para el último vals, corbata impecable. Se diría que había quedado con ella para cenar, esperando distinguido la cita a la que nadie quiere llegar tarde. Los nervios le habrían hecho vestirse antes de tiempo esperando que el barniz de la prestancia los calmara. Pero ninguna elegancia queda en un amasijo de carne y huesos cuando el alma lo abandona.
- Te digo yo que se ha tirado.
- No corras tanto, adversario.
Ni siquiera el negro cielo -callado y constelado- prestaba gran atención a la escena. La luna hermosa se compadece mal con la muerte, y no tolera groseros gestos de fealdad bajo su brillo; a las pequeñas estrellas que surcaban el techo de la calle se les veía temblar levemente de asombro. Más lejos, donde el horizonte brumoso de la ciudad se mezclaba con la nada, estridentes luces azules y naranjas rebotaban contra los edificios. Y el creciente ruido de sirenas ahogaba los embrujados cantos de la noche en calma.
El alma le salía por los poros, presurosa e impúdica, pero eso no evitaba una mueca que tenía algo de graciosa ni la imposible postura de su cuerpo. Tampoco impedía la confusión de aquel espíritu desorientado, ni de aquellos ojos buscando respuesta mientras observaban atónitos lo que una vez fue.
- Ha faltado al justo amor de sí mismo, es evidente.
- Deja de citarme cuando te interesa.
- Por no hablar del amor al prójimo...
Entonces cayó ella.
Sin tanto ruido. El desnudo cuerpo femenino haciendo gala de su delicadeza hasta en el trance final; los huesos de mujer eran cuerda y los del hombre tosca percusión. Y tampoco hubo mueca grotesca, ni pequeñas tabas de brujo dibujando un futuro. Y la muerte que empezaba a escapar por sus poros tenía algo de hermosa, como si supiéramos que esas cenizas que disuelve el viento son el verdadero armazón de la belleza externa. Leve sangre adornaba la escena, simple exceso de un carmín que entraba en años.
Morían las últimas luces a la vez que morían los amantes -qué irse, qué apagarse- sobre la desvencijada acera. Y un callado lamento, ni triste ni alegre, se elevaba melancólico desde sus cuerpos.
- Te digo yo que se ha tirado.
- No corras tanto, adversario.
Ni siquiera el negro cielo -callado y constelado- prestaba gran atención a la escena. La luna hermosa se compadece mal con la muerte, y no tolera groseros gestos de fealdad bajo su brillo; a las pequeñas estrellas que surcaban el techo de la calle se les veía temblar levemente de asombro. Más lejos, donde el horizonte brumoso de la ciudad se mezclaba con la nada, estridentes luces azules y naranjas rebotaban contra los edificios. Y el creciente ruido de sirenas ahogaba los embrujados cantos de la noche en calma.
El alma le salía por los poros, presurosa e impúdica, pero eso no evitaba una mueca que tenía algo de graciosa ni la imposible postura de su cuerpo. Tampoco impedía la confusión de aquel espíritu desorientado, ni de aquellos ojos buscando respuesta mientras observaban atónitos lo que una vez fue.
- Ha faltado al justo amor de sí mismo, es evidente.
- Deja de citarme cuando te interesa.
- Por no hablar del amor al prójimo...
Entonces cayó ella.
Sin tanto ruido. El desnudo cuerpo femenino haciendo gala de su delicadeza hasta en el trance final; los huesos de mujer eran cuerda y los del hombre tosca percusión. Y tampoco hubo mueca grotesca, ni pequeñas tabas de brujo dibujando un futuro. Y la muerte que empezaba a escapar por sus poros tenía algo de hermosa, como si supiéramos que esas cenizas que disuelve el viento son el verdadero armazón de la belleza externa. Leve sangre adornaba la escena, simple exceso de un carmín que entraba en años.
Morían las últimas luces a la vez que morían los amantes -qué irse, qué apagarse- sobre la desvencijada acera. Y un callado lamento, ni triste ni alegre, se elevaba melancólico desde sus cuerpos.
- ¿Y ahora?.
- Ahora entramos en el asunto del libre albedrío.
- Ahhh... el libre albedrío...
La desnudez despierta más interés que la muerte, miradas intrigantes y contenidamente lascivas. Y un corro de reproches, de murmullos y teorías, circunda con rapidez un cadáver de mujer despojado. Los lutos ajenos entristecen levemente la pose, pero nunca calan la ropa como la lluvia de los propios. Se abrigaron uno contra otro, supliendo el inexistente cobijo contra la helada en una noche (no se si lo he dicho ya) callada y constelada. El primer policía en llegar masculló alguna sorda grosería sobre las turgencias de la carne.
No había ya tiempo que perder. Las causas, razones, motivos, circunstancias, y condiciones del suceso quedaban en manos de los uniformados, cuyo único afán era aislar y mantener la escena en un tragicómico revuelo. El que mandaba se les acercó, bigote en mano y cara de insomnio obligado, escupiendo preguntas.
- Nosotros no hemos visto nada...
- Nada de nada.
- ¿Y qué hacen aquí? ¿Mirando el paisaje? ¡Circulen hombre!
La muerte les salía por los poros, densa e infinita como un eterno chorro de aceite. Lutos ajenos resbalaban sobre la hermosa piel desnuda. Y una mueca fría y lasciva coagulaba muy mal con la elegancia de la noche.
No había ya tiempo que perder. Las causas, razones, motivos, circunstancias, y condiciones del suceso quedaban en manos de los uniformados, cuyo único afán era aislar y mantener la escena en un tragicómico revuelo. El que mandaba se les acercó, bigote en mano y cara de insomnio obligado, escupiendo preguntas.
- Nosotros no hemos visto nada...
- Nada de nada.
- ¿Y qué hacen aquí? ¿Mirando el paisaje? ¡Circulen hombre!
La muerte les salía por los poros, densa e infinita como un eterno chorro de aceite. Lutos ajenos resbalaban sobre la hermosa piel desnuda. Y una mueca fría y lasciva coagulaba muy mal con la elegancia de la noche.